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CUENTO: "EL DIA QUE PANCHO RECORDÓ SU NOMBRE"

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Por Simeón Saint-hilaire Valerio

-Alo, buenas tardes, habla la señora Ponciano.

-Buenas tardes, señora, está el sargento Ponciano? Si señor, -Dígale que es del cuartel general.

-Gino! Te llaman de los bomberos.

-Si ya sé, el loco volvió a subirse al puente Duarte a romperse el coco por enésima vez.

 

Longino Ponciano era un sargento con méritos bien ganados en el cuartel general de Bomberos Civiles. Se había especializado en rescates temerarios, producto de su experiencia como integrante del cuerpo élite de la marina a quienes apodaban los "ranas”, pero desde hacía tiempo se sentía burlado por un demente a quien solo conocían por el mote de Pancho. El individuo se había subido a la cúspide del puente Duarte en más de 20 ocasiones con pretensiones expresas de acabar con su esquelético y ñañarozo cuerpo. Siempre colgando un letrero que decía ¡Salve Pueblo, los que van a morir te saludan! Sin embargo, el sujeto nunca había sido capaz de cumplir su temerosa hazaña.

 

Esa tarde del domingo 24 de abril, el sargento había decidido almorzar en su casa, aprovechado la calma dominical, sin preocuparse mucho por la hora, ya que tenía la manía de tenderse en la cama con un pie sobre el otro para que al profundizar el sueño el pie de arriba cayera y lo despertara, sólo que esta vez no le dio tiempo a pegar los ojos cuando sonó el teléfono. -Un día esta vaina se va acabar, dijo, pues yo mismo voy a tirar el loco pa' bajo, aunque tenga que abandonar el oficio de rescatista de desesperados.

 

El sargento se tiró de la cama y no atendió al teléfono, seguro de saber de qué se trataba y solo atinó a decirle a su mujer, dile que voy llegando pa' meter en cintura al desventurado.

 

Por los reducidos espacios de las calles atestadas de vehículos iba pensando en la fórmula a inventar esta vez, para lograr que el desheredado bajara de los últimos escalones que sostienen al puente. En otras ocasiones tuvo que ofrecer cosas que ni un gobierno en negociaciones con terroristas se hubiese atrevido a prometer, solo que estando frente a un loco, la cosa podía resolverse a base del olvido en pocas horas.

 

Todo comenzó cuando de forma inesperada apareció un personaje al frente de la Estación de Bomberos con un cartel en el pecho diciendo: “invito a todo el que quiera, a presenciar el espectáculo nunca visto, cuyo único artista será el intrépido Pancho, quien tiene la misión de desafiar la muerte y morirse cuando él quiera”. Más adelante el propio Pancho confesaría que su único propósito era reunir al pueblo y arengarlo a la tomar las calles de Santo Domingo para exigir la renuncia del jefe de la policía. En un estado de lucidez mental él mismo dijo que se sintió frustrado y que sus intentos por suicidarse no eran más que un reflejo de su estado depresivo por la falta de conciencia ciudadana.

 

El Sargento recordó un día, de los tantos que el demente subió al puente, que el incauto pidió un helicóptero con suficiente combustible, dos mujeres bellas, dinero para dos años de exilio y la compañía del Cardenal al aeropuerto, con destino a quien sabe dónde, pues el loco no tenía noción de la existencia de otras naciones y sólo atinaba a decir que era un perseguido político del régimen de los doce años. Las cosas no pasaron de ahí, pues a la primera orden del sargento el loco bajó sin hacer mas que bromas ridículas que pusieron en desbandadas a los infantes que se habían amontonados para verlo caer.

 

Recordó que en la última de sus hazañas el loco solo pedía que la señorita de mayor atractivo físico subiera con él hasta el último escalón para cantar la canción, “cumpleaños feliz”, que según el mismo confesó después, nunca le fue cantada en el primer año de la azarosa vida que llevaba en los zaguanes de cuidad nueva. El sargento tuvo que disfrazarse de mujer para cumplir la petición del infeliz, pero cuando el loco descubrió que fue burlado por un hombre disfrazado de mujer, hubo que caerle atrás y lanzarle una cuerda al cuello porque había resuelto subir de nuevo a donde había estado minutos antes.

 

En otra ocasión pidió la presencia del presidente de la república sólo con el propósito de demostrarle los “cojones” de un hombre ante la inminencia de la muerte, y cuando el noticiero de televisión difundió la noticia el presidente solo atinó a decir: -que esas vainas no me las hecho yo encima: presenciar la muerte de un inútil ante la mirada de media capital. Al rato el loco bajó sin más ni más, no sin antes pasar tremendo susto, pues cuando le faltaba media escalera no atinó a colocar bien el pie derecho y resbaló quedando colgado a una altura suficiente para romperse el más fuerte de sus huesos.

 

Un 31 de agosto desafió la furia de un ciclón caribeño y trepó con una agilidad descomunal y ante las miradas atónitas de unos pocos transeúntes, se burlaba del ventarrón tirando copos de humos del tabaco que siempre lo acompañó a todos los lugares donde le perdonaron su asistencia. No bien se presentó el Sargento Longino el loco soltó su acostumbrado pliego de demanda que siempre incluía a bellas mujeres salidas en las secciones sociales de la prensa diaria, pero al final se conformó con una broma de pasar unas vacaciones en un hotel de la playa, oferta que al cabo de algunas horas ya había olvidado por completo.

 

En un desfile militar, no se sabe cómo, el loco penetró en el Malecón y subió al obelisco macho y cuando la caravana estuvo dando la vuelta apareció en la cima del monumento, parado en un solo pies dispuesto a caer ante la presencia de las más altas autoridades de la nación. El episodio terminó con el demente en el Hospital para trastornados apodado “el 28”, pero en un ejercicio de habilidad, burló la vigilancia y se escapo vestido de general de tres estrellas con mas rayas de las acostumbradas, lo cual fue motivo de sospechas, pero cuando vinieron a dar la voz de alarma ya era tarde, pues había desaparecido sin dejar huellas que facilitaran su captura.

 

No sabía por qué, pero Longino presentía que esta vez las cosas iban a ser diferentes, pues la noche anterior soñó con grandes cantidades de carnes frescas en la casa de sus padres en un municipio de la provincia de Dajabón. Recordó la infalible interpretación de los sueños que hacía su abuela paterna: cuando uno sueña con huevos, decía la abuela, hay chismes, pero cuando es con carnes fresca, hay muerte cerca de la familia. Este recuerdo lo afectó profundamente, por lo que había dicho que haría con el loco pocos minutos antes. Le atormentó la idea de que él estuviera predestinado a acabar con la vida del infortunado demente.

 

No alcanzaba a sortear las interminables filas de vehículos por las calles de la ciudad, porque a pesar de llevar la sirena de su potente grúa, la pesadez del tránsito impedía una fluidez en el transcurrir de su camión. A lo lejos divisó una muchedumbre curiosa que se arremolinaba en círculo, ávida de emoción y atenta a la posición del infortunado.

 

¡Hola Sargento!

¡Llegó tarde! Le dijo el loco.

Longino lo miró con una compasión de padre adolorido, el loco solo atinó a decirle: -me llamo Lamberto Díaz y quiero que haga una última cosa por mi: vaya al parque de San José de Ocoa y busque a Rosalinda y a mis siete hijos y dígale que les pido perdón por todos los infortunios que les hice pasar- y diciendo esto cerró los ojos y se durmió para siempre.

 

 

Junio de 2002